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[Series] Crítica de A dos metros bajo tierra, de Alan Ball: la forma en la que acaban todas las historias

  En uno de los números del Sandman de Neil Gaiman aparece una entrañable mujer que trabaja como camarera en un restaurante y que sueña con ser escritora. Para afrontar su rutina diaria, fantasea con lo que escucha en el local y escribe en su mente una continuación para las historias de sus clientes. De esta forma les concede ese final feliz que muchas veces la propia vida les ha negado. La clave, según ella, es acabar la historia en el punto justo, ya que si se prolonga demasiado siempre acabará de la misma forma. En efecto, todas las historias llegan a una misma conclusión si se estiran demasiado. Ese “y vivieron felices para siempre” tan típico de los cuentos de hadas debería ser en realidad un “y vivieron felices hasta que murieron”, pero no nos gusta pensar en esa última parte. Al igual que la camarera que describe Gaiman, no nos gusta enfrentarnos con la muerte. La propia idea de la muerte nos repele y por eso usamos eufemismos para no tener que mencionarla: “lo hemos perdido”, “ya no está con nosotros”, “se ha ido al cielo”, etc. De igual forma, muchas de las historias que contamos la evitan, la trivializan o la edulcoran. Casi todas ellas evitan de forma consciente abordar las cuestiones más mundanas relacionadas con la muerte, como el hecho de que el fallecido ha dejado atrás un cuerpo del que es necesario ocuparse de alguna forma. Alguien tiene que limpiarlo, vestirlo, maquillarlo y arreglarlo. Alguien tiene que meterlo en un ataúd. Alguien tiene que cavar un agujero en la tierra para enterrarlo o meterlo en un horno para cremarlo. La cosa se complica si el fallecimiento se ha producido después de un accidente o de un acto violento. O si se le ha realizado una autopsia. No nos agrada pensar en todas estas cosas, quizá porque nos hacen demasiado conscientes de nuestra fragilidad, de nuestra propia mortalidad. Algún día seremos nosotros los que estemos dentro de ese ataúd. Será nuestro cuerpo el que se esté corrompiendo y supurando fluidos. Por eso, al igual que la camarera de Gaiman, preferimos acabar las historias antes de llegar a esa parte tan desagradable. Sin embargo, ese punto al que gran parte de las historias prefieren no llegar es justo el punto en el que comienza A dos metros bajo tierra.

Creada por el guionista Alan Ball, también conocido por True Blood, y producida por HBO, A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, en el original) es una de las series más aclamadas de la historia de la televisión. Mucho antes de que se hablara de la “edad dorada de las series” o de que las plataformas de streaming se convirtieran en algo habitual en nuestras casas, A dos metros bajo tierra ya era considerada una serie de culto. Comenzó a emitirse en 2001 y se extendió a lo largo de sesenta y cinco episodios divididos en cinco temporadas, concluyendo de forma definitiva en 2005. Es una serie que tiene ya dos décadas, pero la atemporalidad de sus temas hace que siga estando tan vigente en 2024 como lo estaba en 2001… y como lo estará en 2044, dentro de otros veinte años. La primera vez que la vi, cuando se emitía por las noches en La 2 de Televisión Española, me pareció una experiencia fascinante, pero confieso que no llegué a conectar del todo con ella. Era demasiado joven y apenas había tenido ningún contacto real con la muerte, por lo que en verdad no estaba entendiendo lo que estaba viendo. Hoy, veinte años después, no me siento joven en absoluto y he asistido a más funerales de los que me gustaría. Quizá por eso volver a visitar A dos metros bajo tierra me ha supuesto una experiencia tan enriquecedora, tan emotiva y tan… iluminadora. No exagero cuando afirmo que esta es una serie cuyo visionado te puede cambiar la vida. Como mínimo, es posible que no veas la vida de la misma forma cuando llegues a su último episodio.

A dos metros bajo tierra parte de una base sólida y de eficacia demostrada: en el fondo no deja de ser una telenovela, un melodrama en el que seguimos a una serie de personajes en sus idas y venidas por la vida, en sus amores y sus desamores, en sus alegrías y sus penas. La clave está en que estos personajes, al contrario que la mayoría de la gente, no pueden evitar pensar en la muerte porque conviven diariamente con ella. Es más, la muerte es su negocio, su forma de vida. Ellos se dedican a hacer todas esas cosas que los demás ni siquiera nos planteamos, lo que de alguna forma permea su concepción del mundo y su forma de ser. Los protagonistas se han criado en una funeraria desde que eran pequeños y están continuando el negocio familiar mientras intentan encontrar su lugar en el mundo y, en última instancia, formar sus propias familias. La idea de la mortalidad les acompaña en cada una de sus decisiones y en cada uno de sus gestos, pues son plenamente conscientes de que la muerte es una parte ineludible de la vida. Eso no quiere decir que hayan logrado alcanzar una suerte de trascendencia o de paz interior que les coloque por encima del resto de seres humanos. Más bien todo lo contrario, pues la contundente certeza de que la muerte y la vida son inseparables les genera un gran conflicto interno con el que tienen que lidiar durante toda la serie. El suyo es el mismo conflicto que todos experimentamos, pues todos tenemos que vivir día a día sabiendo que vamos a morir. A veces esa certeza nos genera angustia, otras veces nos ofrece cierto consuelo y, en contadas ocasiones, incluso nos hace sentir paz, pero nunca es fácil afrontarla. El conflicto siempre está ahí, de fondo, en todo lo que hacemos. Lo único que hace A dos metros bajo tierra es ponerlo bajo los focos y convertirlo en el centro de atención, lo cual me parece realmente valiente.

Todo lo anterior suena agotadoramente profundo y solemne, y quizá lo sería si A dos metros bajo tierra se lo tomase en serio en todo momento. Por suerte no es así, ya que la serie despliega desde sus inicios un afilado sentido del humor que permanece en un delicado equilibrio entre lo hilarante y lo macabro. Hay mucho humor negro en esta serie; un humor negro que parte a veces de situaciones absurdas y decididamente cómicas, pero otras veces nace de lugares más oscuros, de la imperiosa necesidad de otorgarle algo de sentido a una situación descarnada y desprovista de él, de ese “me río por no llorar” que se nos viene a la cabeza cuando todo nos supera, porque el mundo es un lugar terrible y si no nos riéramos para restarle algo de importancia a todas las cosas absurdas y crueles que suceden en él acabaríamos enloqueciendo sin remedido. Quizá la única forma de enfrentarse al abismo, a esa oscuridad infinita e impertérrita a la que nuestra existencia le resulta del todo indiferente, sea con una carcajada.

Aún así, ese humor negro pierde gran parte de su filo a medida que avanza la serie. Nunca llega a desaparecer del todo, pero sí que se rebaja bastante para no acabar estomagando al público menos abierto a reírse de estos asuntos. De hecho, tengo la impresión de que el humor del episodio piloto ya tuvo que recortarse bastante una vez se le dio luz verde a la primera temporada. En el piloto, las transiciones entre escenas están marcadas por una especie de anuncios de teletienda de productos funerarios que a mí me resultan hilarantes, pero que para alguien menos acostumbrado al humor negro pueden resultar desagradables o hasta ofrensivos. Dichos anuncios no vuelven a repetirse ni una sola vez a lo largo de las cinco temporadas, pese a lo distintivos, únicos y carismáticos que resultan. Imagino que la causa fue la mano de los productores, evitando que el humor negro se pasara de frenada, aunque no lo sé con seguridad. Supongo que los chistes sobre fluidos cadavéricos pueden ser demasiado incluso para una serie de HBO, en la que otros temas como la violencia o el sexo más o menos explícito sí que tienen cabida sin problemas. Pese a todo, la serie logra colar más de un chiste sobre fluidos cadavéricos… y todos ellos me parecen brillantes.

Me viene bien haber mencionado de nuevo que esto es una serie de HBO porque quiero hacer hincapié en que, como muchas otras producciones de la cadena, A dos metros bajo tierra peca de sensacionalismo más de lo que me gustaría. Desde siempre, uno de los valores de HBO ha sido su potencial para el reclamo, para atraer a los espectadores prometiendo que sus series iban a ser “adultas”, lo cual se traducía con demasiada frecuencia en grandes dosis de violencia, sexo, lenguaje malsonante y demás lindezas. La serie de Alan Ball no se libra del todo de recurrir en exceso a eso que los americanos llaman “shock value”, pero lo hace con bastante inteligencia y también con un ánimo transgresor y juguetón. Esta es, después de todo, una serie ambientada en una funeraria, así que todos sus capítulos empiezan con la muerte de alguien. Los inicios de cada episodio componen una rutina propia casi de una serie procedimental, en la que se nos presenta a ese personaje que va a morir para que su cuerpo sea luego llevado a la funeraria y desencadene ciertos sucesos allí. A veces se trata de muertes inesperadas y chocantes. Otras veces son muertes cómicas y sorprendentes. En contadas ocasiones encontramos muertes realmente crueles y dolorosas. Con el tiempo, la serie desarrolla cierta autoconsciencia y empieza a jugar con el espectador, manipulando sus expectativas respecto a cómo se va a desarrollar esa escena inicial. De esta manera, nos encontramos con escenas que apuntan de forma muy clara hacia la muerte de un personaje para luego sorprendernos con la muerte de otro, con escenas en las que mueren varios personajes de golpe o con escenas en las que no muere nadie, generando una tremenda tensión en el espectador, que sabe que alguien tiene que morir para poner en marcha el episodio… y, si no es ninguno de esos personajes al azar el que muere, ¿quizá sea alguno de los integrantes del reparto?

No creo que pille a nadie por sorpresa si digo que, en esta serie en la que se habla tanto sobre la muerte, ningún personaje está a salvo de ella, ni siquiera los protagonistas. La propia serie empieza con la muerte de un miembro de la familia Fisher, el padre, Nathaniel Fisher (interpretado por Richard Jenkins), quien había regentado la funeraria durante muchos años. No voy a dar detalles para no estropear la sorpresa a quien no haya visto aún A dos metros bajo tierra, pero sobra decir que la de Nathan no es la última muerte cercana a la que debe enfrentarse la familia durante las cinco temporadas en las que el espectador permanece a su lado. Recordemos que en esta serie la muerte no es una posibilidad lejana sino una certeza: ¡por supuesto que van a morir algunos personajes principales! Lo importante aquí no es cómo o cuándo van a morir sino lo que va a pasar a continuación con los familiares y seres queridos que dejan atrás. Como decía antes, A dos metros bajo tierra cuenta la historia de lo que pasa después de que se acaben las demás historias. La muerte del patriarca de los Fisher es lo que pone en marcha la serie y lo que nos lleva a adentrarnos en las vidas de su conservadora viuda, Ruth (Frances Conroy), y de sus hijos, que deben seguir con el negocio familiar. El hijo mayor, Nate (Peter Krause), creía haber escapado de la responsabilidad de proseguir con la funeraria y estaba intentando construirse una vida lejos de la casa familiar sin demasiada suerte, pero la muerte de su padre le obliga a regresar y a convertirse en aquello de lo que quiso huir. El hijo mediano, David (Michael C. Hall), había abrazado con tanta fuerza la responsabilidad de mantener la funeraria en pie que había tenido que renunciar a cualquier sueño propio, viviendo en un estado constante de represión. Finalmente, la hija menor, Claire (Lauren Ambrose) es una adolescente que aún va al instituto cuando pierde al padre al que apenas conocía, coincidiendo con esa época en la que uno apenas sabe quién es ni lo que quiere ser en el futuro. Es una muerte la que nos lleva a conocer a estos personajes y serán otras muchas muertes de mayor o menor importancia las que nos lleven a seguir explorando nuevas facetas suyas a lo largo de las cinco temporadas. Como parte de sus vidas, la muerte actúa como motor de cambio y los lleva hacia delante y hacia atrás. En algunos momentos hace que crezcan, se desarrollen y evolucionen, encontrando una madurez de la que antes carecían. En otros les hace retroceder e involucionar, perdiendo lo que habían conseguido construir y obligándoles a empezar de nuevo. Así es la vida, al fin y al cabo: un viaje con constantes altibajos en el que se avanza y se retrocede, se avanza y se retrocede, se avanza y se retrocede… hasta que el viaje se detiene y son otros los que tienen que seguir sin nosotros.

La pérdida y el duelo son pues temas centrales de A dos metros bajo tierra. En general, la serie destaca por su tono marcadamente melancólico y reflexivo. En ella se plantean muchas preguntas difíciles de responder, pero los personajes nunca son capaces de encontrar las respuestas que ansían. Las conclusiones a las que llegan son, como mucho, parciales e insatisfactorias, pero deben agarrarse a ellas porque son lo único que tienen. Enfrentados a momentos realmente duros, algunos incluso más duros que la muerte de su propio padre, los Fisher intentan darle sentido a la vida que les ha tocado vivir como buenamente pueden. El verdadero interés de la serie no radica en realidad en lo que hacen para superar las pérdidas que sufren, sino en lo que piensan, en lo que sienten, en las reflexiones que hacen a partir de su dolor, de su rabia, de su alegría, de su nostalgia o de su arrepentimiento. Una parte, quizá la parte más importante, de lo que sucede en A dos metros bajo tierra no ocurre en el plano físico, sino en el fuero interno de los personajes, en un plano abstracto e inmaterial: el plano de los pensamientos, las fantasías, las ensoñaciones, los sueños y la imaginación. El componente onírico tiene un peso sorprendente en la serie por la forma en la que afecta al desarrollo de los personajes.

En la vida real no podemos ver lo que sucede en el interior de la mente de una persona, no podemos saber lo que piensa ni lo que siente, así que esa persona debe expresarlo mediante sus palabras o sus acciones. Afortunadamente, estamos en una ficción, en la que sí que podemos plasmar con imágenes y diálogos lo que está sucediendo en el interior de los personajes. Es por ese motivo por el que uno de los recursos más empleados en A dos metros bajo tierra es el de poner a conversar a los personajes con alguno de los fallecidos. Esos diálogos son en realidad monólogos internos, fantasías o sueños inconscientes, pero la serie los plasma como diálogos para que los espectadores podamos seguir su razonamiento con mayor facilidad. Así pues, aunque la serie arranca con la muerte de Nathaniel, el patriarca aparece en numerosas ocasiones para hablar con los miembros de su familia. También sucede con frecuencia con los fallecidos que pasan por la funeraria y que, pese a estar muertos, no renuncian a la oportunidad de charlar con alguno de los Fisher sobre diversos temas.

Insisto en que estas escenas no son literales y que deben interpretarse como un monólogo interno, como sugiere el propio montaje. A dos metros bajo tierra toca algunos temas relacionados con la espiritualidad y la religión, pero no ofrece una respuesta definitiva sobre lo que hay tras la muerte o, mejor dicho, ofrece muchas respuestas distintas, pues cada personaje alcanza sus propias conclusiones a raíz de sus reflexiones internas; conclusiones imperfectas que ofrecen un consuelo parcial, como decía antes. Nate, por ejemplo, empieza siendo un personaje cínico, materialista y desconectado de la gente, pero con el tiempo se acaba dando cuenta de lo importante que es acompañar a una persona durante su duelo y comienza a explorar su desconocida faceta espiritual. Su hermano David, por el contrario, empieza siendo una persona fervientemente religiosa que poco a poco se va desencantado con su fe y centrándose en otras facetas de su vida. Puede que los cambios más llamativos sean los de Ruth, que tras perder a su marido se encuentra de pronto disfrutando de una libertad que no había conocido nunca y adentrándose en un viaje de autodescubrimiento para explorar su identidad, sus emociones y su sexualidad. Ella, que al principio fantasea con reencontrarse con Nathaniel, acaba la serie mandando a su antiguo esposo a paseo de una forma metafórica pero no por ello menos clara ni contundente. Todos ellos hablan en diversos momentos con Nathaniel, por lo que su relación se sigue explorando mucho después de que el patriarca de la familia haya sido enterrado. Dicho en otras palabras, la porción más jugosa de este drama se sitúa en el interior, no en el exterior.

Entiendo que habrá espectadores a los que esta vertiente tan peculiar de la serie, que sirve para que los vivos y los muertos puedan conversar, les resulte extraña y poco habitual fuera de un contexto sobrenatural. Algunas personas tienen dificultades para entender lo abstracto y lo simbólico, sintiéndose más cómodas en lo concreto y lo tangible. Yo, en cambio, estoy en mi elemento cuando la acción se desplaza al espacio onírico y lo que se nos muestra es una fantasía o una ensoñación. Es más, diría que en la ficción son esos momentos los que más me ayudan a conocer y a empatizar con un personaje. Me parece una manera muy inteligente y muy elegante de echar un vistazo a la vida interior del personaje, a sus procesos de pensamiento y a la forma en la que han ido cambiando tras sus experiencias. Incluso los sueños, un recurso que los guionistas suelen emplear de una forma tramposa para engañar al espectador y hacerle creer que está pasando algo que en realidad sólo transcurre en el interior del inconsciente de uno de los personajes, me parecen muy reveladores. Reveladores en la ficción, claro está. En la vida real lo que sueñes o dejes de soñar me trae sin cuidado, pero en una historia los sueños son un recurso tan útil como cualquier otro para asomarnos a las cabecitas de los personajes y ver qué se cuece en su interior.

En A dos metros bajo tierra vemos lo que los personajes sueñan y cómo reaccionan luego a esos sueños, lo cual siempre es muy informativo. También vemos cómo su contexto da forma a sus sueños y cómo sus ansiedades y deseos toman el control de su realidad inconsciente cuando bajan la guardia. Son muy divertidos, por ejemplo, los sueños y fantasías de David, con frecuencia infantiles e histriónicos. En cambio, los de su hermano Nate resultan más enigmáticos, sugerentes y misteriosos, mezclando viejos recuerdos medio olvidados con elementos de una carga simbólica muy potente y también algo siniestra. Los suyos son sueños sobre la muerte, después de todo, y en ellos hay un elemento recurrente, que es un viaje al mar, que tiene una connotación muy clara: “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”, como escribió el poeta Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre. Incluso los personajes más apegados a lo material acaban teniendo en algún momento una incursión al plano onírico en la que aquello que no dicen se expresa con libertad. Estoy pensando, por ejemplo, en el sorprendente sueño repleto de simbología religiosa cristiana que experimenta Rico, el tanatopráctico que trabaja en la funeraria de los Fisher, cuando se ve tentado por la infidelidad. No diré más para, de nuevo, evitar los destripes, pero aquella fue una imagen que me resultó muy impactante y que recuerdo con mucha viveza tiempo después de haber terminado la serie.

Otro aspecto por el que merece la pena destacar A dos metros bajo tierra es la forma en la que aborda la temática LGBT+, osada en muchos aspectos para tratarse de una producción de hace veinte años. Recordemos que esta serie empezó en 2001, no mucho después de que llegara la versión americana de Queer as Folk, basada en la brillante serie británica que hizo Russell T. Davies en 1999 (y sobre la que escribí un extenso comentario en este mismo blog hace algún tiempo). Por entonces no era habitual que las producciones de televisión tuvieran personajes LGBT+ y mucho menos que fueran los protagonistas. De hecho, cuando los tenían eran poco menos que simples estereotipos cargados de prejuicios y fáciles de convertir en objetos de burla. Queer as Folk, tanto en su versión original como en su remake norteamericano, cambió eso al poner a sus personajes LGBT+ como ejes centrales de la trama y al tratarlos como seres tridimensionales, complejos, imperfectos y repletos de contradicciones, como sucede con las personas del mundo real. A dos metros bajo tierra tiene, en efecto, a un protagonista LGBT+, David Fisher, y lo utiliza con mucha inteligencia para mostrar esa parte de la realidad que otras series de su época preferían dejar fuera.

Cuando arranca la serie con la muerte de su padre, David está totalmente metido en el armario y tiene grandes problemas para aceptar su propia sexualidad, como cabe esperar de cualquier persona que se haya criado en un ambiente tan rígido, represivo y conservador como el de su familia. El hecho de ser una persona creyente que da mucho valor a su religión y participa de forma activa en su comunidad religiosa (prueba de ello es que durante un tiempo llega a ejercer como diácono en su iglesia), es otra gran fuente de conflicto cuando asoman sus verdaderos deseos. También le genera mucha tensión el tener que ocultar la relación con su pareja, un agente de policía llamado Keith, quien también le presiona para salir del armario pese a que él no se siente preparado. A partir de ese punto de partida, el posterior viaje de autoaceptación de David será uno de los elementos más interesantes y mejor tratados de la serie. Ese viaje continuará mucho más allá de su esperable salida del armario y abarcará también su búsqueda de lo que considera su familia ideal, por lo que la serie llega a abordar en sus temporadas finales temas tan delicados en Estados Unidos como el matrimonio gay o la adopción por parte de padres homosexuales. Quizá hoy no resulten tan impactantes como lo fueron hace veinte años, pero en su momento se consideró que esta serie estaba siendo pionera por su tratamiento de esas cuestiones; cuestiones que aún hoy levantan ampollas entre determinados sectores de la sociedad estadounidense, por cierto.

Evidentemente, toda esta parte no habría tenido el mismo impacto de no ser por la estupenda interpretación de Michel C. Hall, actor que luego alcanzaría el éxito internacional con Dexter, en el papel de David. Aquí su trabajo demuestra un rango amplísimo y rico en matices, lo que hace que David sea uno de los personajes más memorables del elenco. También los guionistas lo manejan con bastante inteligencia, convirtiéndolo en una suerte de contrapunto para el resto de personajes. Al principio sus relaciones homosexuales se muestran como una realidad muy distinta a la de las relaciones heterosexuales del resto de personajes, pero poco a poco eso va cambiando para demostrar que, en el fondo, unas relaciones y otras no son tan distintas. Es más, su relación con Keith acaba convertida en uno de los grandes pilares de la serie, siendo quizá la relación más duradera y estable de todas las que seguimos a lo largo de las cinco temporadas pese a que el espectador dude de su estabilidad (¡o incluso de su validez!) en los primeros episodios. Esto transmite un mensaje muy potente, pero lo hace desde la sinceridad y la humildad. Hoy en día estamos tristemente acostumbrados a hablar sobre “lo woke” y a considerar que los personajes de las minorías son tratados de una forma especial simplemente por el hecho de pertenecer a una minoría, como si abordar la inclusividad y la diversidad otorgasen de alguna forma puntos a los productores y creativos. Hace veinte años no se hablaba de la ficción televisiva en esos términos, pero ya había series como A dos metros bajo tierra que perseguían la inclusividad y la diversidad. No obstante, cualquiera que vea la serie de Alan Ball se dará cuenta de que la forma en la que plasma la realidad LGBT+ no está edulcorada ni suavizada de ninguna forma. Y, obviamente, tampoco se siente “forzada” de ninguna forma. Es una parte más del mundo, tan digna de ser explorada como cualquier otra y tan llena de alegrías y de tristezas como las demás. En mi opinión, así es como se demuestra la verdadera integración.

No obstante, todo lo anterior no evita que en contadas ocasiones la serie se pase un poco persiguiendo ese “shock value” antes mencionado y resulte un tanto más efusiva y sensacionalista de lo que debería con ciertos temas, entre ellos la propia homosexualidad. Yo lo considero un deje propio de las producciones de HBO y no me molesta que, en una serie de ficción, se exagere un poco más de lo debido al hecho de que una pareja homosexual decida hacer un trío, por mencionar un ejemplo cualquiera. No creo que ese tipo de cosas eliminen todos los demás aciertos que logra en su tratamiento de la temática LGBT+, desde luego. Me preocupa más cuando se busca generar impacto y asombro en el espectador usando otros temas como la enfermedad mental. Hay un personaje en concreto, no uno de los protagonistas sino un secundario recurrente, que sufre trastorno bipolar y que protagoniza algunas de las escenas que me parecen menos acertadas. Esto es así porque el tratamiento que hace la serie de la enfermedad mental es decididamente sensacionalista, exagerado y prejuicioso, sobre todo al principio. Es quizá el aspecto en que peor ha envejecido y que más chirría al verla hoy en día, pues por suerte vivimos en una época en la que una mayoría de la gente ha desarrollado cierta sensibilidad y respeto hacia las personas con problemas mentales. Aún estamos muy lejos de haber normalizado la enfermedad mental, pero tenemos más o menos claro que una persona con trastorno bipolar no es necesariamente el típico psycho-killer que aparece en las series de suspense. Por desgracia, A dos metros bajo tierra no lo tenía tan claro en su momento y eso da lugar a algunas escenas que es mejor olvidar. Esta es la mayor crítica que le puedo hacer, aunque se trata de un aspecto que mejora un poco a medida que avanzan las temporadas.

A dos metros bajo tierra toca muchos temas, así que la incapacidad para tratarlos todos con la misma destreza se le puede perdonar. La serie habla sobre la muerte, obviamente, así que la fugacidad de la vida y la fragilidad del ser humano son dos de sus temas estrella. También la enfermedad, tanto física como mental, así como el proceso de envejecimiento y todo lo que supone. Otro de los aspectos sobre los que más incide es el de las relaciones en toda su amplitud, empezando por las relaciones familiares, continuando por las relaciones de pareja y llegando incluso a las relaciones comunitarias. La religión y las comunidades religiosas aparecen con frecuencia, así como los grupos de autoayuda. Sorprendentemente, otro tema muy presente es el de la creatividad y la expresión artística, muy asociado al personaje de Claire y a sus estudios. El conflicto entre el arte como valor cultural y el arte como producto de consumo se plantea más de una vez y resulta siempre muy interesante por la forma en la que se puede aplicar a otros contextos (la serie en sí misma, como toda producción televisiva, vive dentro de esa dualidad entre el arte como cultura y el arte como producto que busca ser consumido y generar así un beneficio económico). Personalmente, uno de los temas que más me ha fascinado es el que tiene que ver con el temor a la desaparición de los oficios tradicionales en favor de servicios gestionados por grandes empresas, mucho menos orientados al cliente y más preocupados por obtener ganancias. Esto queda representado por el enfrentamiento que se produce en las primeras temporadas entre la humilde funeraria de los Fisher y una gran empresa que intenta hacerse con el control del negocio funerario en toda la zona.

El negocio familiar de nuestros protagonistas sigue un modelo ya obsoleto y rumbo a desaparecer como es el de las casas funerarias, es decir, casas regentadas por una familia que se ocupaban de todo lo relacionado con la muerte: el traslado de cadáveres, el embalsamamiento, la organización de funerales y el posterior entierro o cremación. Todo esto se hacía mediante un trato directo con los familiares del fallecido, respetando sus últimas voluntades y tratando de facilitar en la medida de lo posible el proceso de duelo. No me cabe duda de que poder despedirse de una forma directa del finado es algo que favorece dicho proceso, de ahí la importancia de poder conservar el cuerpo en las mejores condiciones, incluso cuando ha sufrido algún tipo de daño a causa de un accidente o una muerte violenta. Ahí es donde entra el personaje de Rico, el tanatopráctico, que despliega una gran habilidad en el proceso de reconstrucción de cuerpos y rostros. El suyo es un trabajo poco valorado pero de una gran trascendencia, algo sobre lo que la serie incide con regularidad: los familiares y seres queridos que tienen la oportunidad de mirar por última vez a la cara a la persona que ha muerto para despedirse de ella experimentan de una forma directa el impacto que tiene su labor. Sin embargo, no deja de ser un trabajo incómodo y desagradable que la mayoría de la gente evitaría por todos los medios. Esto es así porque nuestra sociedad evita pensar en la muerte hasta tal punto que la ha sacado de su vida cotidiana. La ha sacado de sus casas y la ha llevado a los hospitales, los asilos y los tanatorios. Lo que hace A dos metros bajo tierra es meterla de nuevo en la casa, en concreto en la casa de los Fisher, donde distintas generaciones de personas conviven de manera diaria con ella y se dedican a acompañar a otras personas que se han encontrado con ella. La suya es una labor encomiable, pero también incómoda y desagradecida, además de poco rentable. La casa funeraria pasa por problemas económicos en más de una ocasión, pues pese a su valor social no es lo que se dice un negocio rentable. Pero claro, los Fisher tampoco pueden cerrarlo sin darle la espalda al legado de su padre. Mientras tanto, empresarios sin escrúpulos realizan sus inversiones para lanzar sus propios servicios funerarios en los que prima más la ganancia que la facilitación del duelo y que son el equivalente funerario de una cadena de comida rápida.

Es interesante que A dos metros bajo tierra trate esta realidad con todos sus matices, pues mientras por un lado alaba la labor de los trabajadores de la funeraria y el indudable bien que aportan al mundo, por otro refleja la carga que supone para ellos lidiar constantemente con el sufrimiento ajeno. No conozco muchas obras de ficción en las que se hable de esto con tanta naturalidad. Se me viene a la cabeza Despedidas (Okuribito), una película japonesa de 2008 que trata sobre un músico desempleado que acaba trabajando en una funeraria y aprendiendo a valorar ese trabajo tras pasar por una serie de experiencias que le acaban afectando personalmente. Claro que las sensibilidades orientales de esta película la llevan por terrenos bastante más espirituales y filosóficos que los que transita A dos metros bajo tierra, mucho más apegada a lo material, a lo puramente físico. Lo último que esperaría ver en Despedidas es un chiste sobre la necesidad de taponar manualmente todos los orificios de una cadáver para que no se escapen sus fluidos internos. A dos metros bajo tierra, como adelantaba antes, hace más de un chiste al respecto. Y, en lugar de resultar ofensivo o fuera de lugar, sirven para que el espectador no se pierda en las reflexiones más abstractas y vuelva a poner los pies sobre la tierra: al final todo lo que dejamos al morir es un cuerpo que se deteriora con rapidez, es lo natural y no debería ser tabú hablar sobre ello. Lo que no es natural es vestir ese cuerpo, maquillarlo y adecentarlo para que asista a una ceremonia de despedida, pero hay que entender que esa ceremonia no es tanto para el fallecido como para los que ha dejado atrás.

Lo más irónico es que la serie aplaude la labor de la funeraria tanto como la critica. Ya en su episodio piloto, el personaje de Nate reniega de los funerales convencionales por la forma en la que desnaturalizan el proceso de duelo en favor de unos comportamientos estandarizados y ritualizados. Si lo que necesitas hacer en el funeral es gritar y llorar, eso es justo lo que deberías hacer en lugar de contener las lágrimas para no montar una escena, defiende en ese momento. Más adelante, tras pasar por su propio carrusel emocional, será el personaje de Nate el que proponga un posible rumbo futuro para el negocio de la funeraria: el de los “entierros verdes”, entierros llevados a cabo en plena naturaleza, sin ataúd, que devuelven al muerto a la tierra de una forma literal. Su proposición supone un cambio de paradigma total. Es curioso que, incluso en ese aspecto tan nuclear, la serie se contradiga tanto a sí misma. La única conclusión posible para el espectador es que no existe una única respuesta ante la muerte: hay tantas respuestas, tantas maneras de aproximarse a ella, como personas.

Me doy cuenta de que ya he escrito mucho, pero no logro quitarme la impresión de que con este comentario no estoy rozando nada más que la superficie. A dos metros bajo tierra es un drama muy solvente y muy entretenido, pero también hace que el espectador se adentre en todas estas cuestiones que la gente prefiere evitar. Creo que parte de ese aire reflexivo y taciturno de la serie se acaba contagiando a aquellos que la ven. No me sorprende que así sea, pues es fácil sentirse implicado con los sucesos que nos muestra. La clave, además de unos guiones excelentes, es un muy buen reparto. De los muchos personajes que aparecen a lo largo de sus cinco temporadas, pocos resultan indiferentes. Antes mencionaba la estupenda actuación de Michael C. Hall como David, pero lo mismo se podría decir de Peter Krause como Nate o de Lauren Ambrose como Claire. Mi favorita es sin duda la de la veterana Frances Conroy como la matriarca de los Fisher, Ruth, un personaje verdaderamente delicioso que funciona igual de bien en el marco de la comedia absurda como en el del drama más descarnado. Una vez más, diré que prefiero no entrar en detalle sobre las vivencias que experimentan los personajes porque eso desvelaría más de la cuenta sobre el argumento, pero sí que recomendaría seguir con atención al personaje de Nate. No me cabe duda de que Nate está escrito e interpretado como principal vínculo con el espectador, pues es el personaje que nos introduce en el mundillo de la funeraria y de la peculiar familia que habita en ella. Precisamente por eso es fácil sentir mucha empatía hacia él y precisamente por eso hay partes de la serie en las que sus intensas vivencias acaban arrastrando emocionalmente al espectador de una forma asombrosa. En esta serie coral, el personaje interpretado por Peter Krause es lo más parecido a un protagonista, una suerte de ancla para el espectador. La jugada maestra que hace A dos metros bajo tierra consiste en que, una vez que el espectador está bien anclado a este personaje, coge a Nate y lo lanza al carrusel emocional más endiablado imaginable sin ningún tipo de piedad.

El viaje merece mucho la pena, aunque es posible que al principio no se vea clara su dirección. No obstante, a medida que se alcanzan los últimos capítulos se puede percibir cuál era el objetivo de todas esas vueltas y revueltas. Este es un viaje con muchas paradas, algunas de ellas menores y otras mayores. No quisiera terminar este texto sin mencionar algunas de esas paradas menores, esos personajes secundarios que pasan por ahí de forma temporal para luego desaparecer y que en ocasiones están interpretados por actores que luego serían muy conocidos. Por A dos metros bajo tierra pasan actores y actrices como Lili Taylor (American Crime), Kathy Bates (Misery, Titanic, American Horror Story), Rainn Wilson (The Office), Michelle Trachtenberg (Buffy Cazavampiros), Justina Machado (Jane the Virgin) o James Cromwell (Succession). Si prestas atención incluso es posible ver a unos primerizos Chris Pine (Star Trek, Wonder Woman) y Zachary Quinto (Héroes, Star Trek) en papeles muy pequeñitos. Es agradable disponer de un reparto tan bueno, aunque no me cabe duda de que no logra robarle protagonismo a los Fisher y a los demás personajes principales que orbitan a su alrededor, como Rico (Freddy Rodriguez), Keith (Mathew St. Patrick) o la extraordinaria Brenda (Rachel Griffiths), un personaje muy ambivalente que despierta respuestas extremas en el espectador. Todo esto, envuelto con una fotografía muy cuidada para tratarse de una serie de hace veinte años, la mítica cabecera (cuya sintonía fue compuesta nada menos que por Thomas Newman, responsable de bandas sonoras tan conocidas como las de American Beauty, La milla verde, Buscando a Nemo o WALL-E), el simbolismo de las escenas oníricas y el impactante humor negro, da lugar a un conjunto fabuloso que resulta tan apetecible en 2024 como lo fue en 2001.

Decía al principio que A dos metros bajo tierra destacaba por empezar su historia una vez pasado el momento en el que otras deciden acabar. Otras historias ponen punto y final con un “y vivieron felices para siempre” y nos ahorran tener que pensar en lo que va a suceder con esos personajes cuando envejezcan y mueran y alguien tenga que ocuparse de sus cuerpos, organizar un funeral y enterrarlos. Pero A dos metros bajo tierra no. A dos metros bajo tierra se centra en esa parte de la historia que otros no se atreven a contar. La serie empieza con una muerte y explora el impacto que genera, para luego abordar otras muchas muertes y sus consiguientes impactos. ¿Cómo se acaba pues una serie que empieza donde muchas otras historias prefieren acabar? ¿Cómo despedirse de esos personajes que han pasado por tanto? Darles un final feliz y decirles adiós con un mero “y vivieron felices para siempre” tras cinco temporadas de constantes despedidas sería un engaño. Por fortuna, la serie permanece fiel a su premisa y, en el momento de cerrar su última temporada, la lleva hasta sus últimas consecuencias, continuando las historias de sus personajes mucho más allá de lo que otras historias continuarían las de los suyos. Eso da lugar a uno de los finales más memorables que he visto nunca, una secuencia de una potencia arrolladora que, acompañada por el bello Breathe Me de Sia, nos lleva en un último viaje y nos destroza, nos alegra, nos indigna, nos entristece, nos enorgullece, nos conmociona, nos recompone, nos avergüenza y nos devuelve la fe en la humanidad, todo a la vez y al mismo tiempo, en un torrente imparable de emociones que resume todo lo que pueda dar de sí la vida.

La serie va de eso, no lo olvidemos: de la vida, de la muerte y de todo lo que hay en medio. Si nos limitamos a narrar historias como esa camarera de Neil Gaiman que mencionaba al principio de este texto, el miedo a llegar a la parte de la muerte (una parte que todos sabemos que es inevitable) nos haría obviar lo que hace que las historias sean tan importantes en primer lugar. A dos metros bajo tierra no tiene miedo a seguir narrando su historia cuando llega esa parte y continúa avanzando más allá, porque el viaje siempre continúa… aunque nosotros ya no estemos ahí para verlo. Serán otros los que lo prosigan cuando nosotros ya no estemos y serán esos otros los que tengan que encargarse de nuestros restos, los que tengan que ocuparse de los asuntos que hemos dejado inconclusos y los que tengan que despedirse de nosotros. Nuestra historia, nuestro viaje, que para nosotros lo era todo, se desvelará al final como una pequeña e insignificante parte de una historia, de un viaje, mucho mayor. La forma en la que el final de A dos metros bajo tierra resume esta idea de una forma tan bonita, tan lírica y tan contundente en su última secuencia es para mí un auténtico hito de la historia de la televisión. Supone el broche de oro para una de las mejores series que nos ha dado el medio y que te recomiendo con toda la efusividad de la que soy capaz.

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