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[Cómic] Reseña de El armario, de James Tynion IV y Gavin Fullerton: lo que el miedo esconde

  El miedo es algo natural e incluso necesario. Pensemos en él como en una alarma que tenemos en nuestra cabeza y que nos avisa del peligro para evitar que nos metamos en problemas. Todos nacemos con una serie de miedos que tenemos en cierto modo programados y que nos ayudan a evitar situaciones potencialmente peligrosas durante períodos sensibles de nuestro desarrollo. El miedo a las alturas, el miedo a determinados animales, el miedo a las personas extrañas… son estrategias evolutivas que nos ayudan a sobrevivir. El problema surge cuando el miedo se vuelve exagerado y persistente, cuando empieza a interferir en nuestra vida diaria y nos genera un gran malestar. Siguiendo con el símil anterior, digamos que es cuando la alarma de nuestra cabeza suena con demasiada intensidad, cuando suena en ausencia de un peligro real o cuando sigue sonando mucho después de que el peligro haya desaparecido. El miedo se convierte entonces en fobia y las fobias son muy insidiosas. Las fobias son irracionales. Los fobias son impermeables a los argumentos lógicos. Y lo que es peor: tienden a crecer, a extenderse y a generalizarse hacia otros aspectos distintos al miedo original. Llega un momento en el que la alarma de nuestra cabeza no deja de sonar, consumiendo toda nuestra existencia.

De niño tenía una fobia inmensa a la oscuridad, aunque no era tanto un miedo irracional a la ausencia de luz como un miedo irracional a las “cosas” que vivían en la oscuridad. En cuanto se apagaban las luces creía sentir presencias a mi alrededor; seres informes que me visitaban cada noche para observarme en silencio con intenciones desconocidas. Evidentemente, nunca pude verlos. Aún así, siempre tuve la certeza de que eran humanoides: altos, desgarbados, de torso delgado, cabeza grande y miembros alargados. Sus ojos, por supuesto, eran completamente negros, como la oscuridad en la que vivían. Mi infancia fue complicada por muchas razones, pero una de ellas tenía que ver con el hecho de que ir a dormir siempre se convertía en una experiencia terrorífica que trataba de evitar por todos los medios. Dormía poco y mal, lo cual afectaba a mi comportamiento durante el día. Es más, alrededor del sueño fui desarrollando ideas extrañas y enrevesados rituales que sólo tenían sentido para mí. Con el tiempo, las pesadillas y los terrores nocturnos se hicieron cada vez más frecuentes. Y los silenciosos visitantes no se quedaron limitados a las cuatro paredes de mi habitación, sino que me acompañaban a donde quiera que fuese. ¿Y qué hicieron mis padres? Nada. Sólo eran los miedos de un niño, después de todo. Debieron pensar que desaparecerían sin más cuando creciese.

Me gustaría decir que con el paso de los años logré superar esa fobia y que ahora soy un adulto maduro y funcional sin ningún tipo de miedo, pero no creo que las fobias puedan “superarse” del todo. Se aprende a convivir con ellas, sin duda, pero no llegan a borrarse por completo. El sonido de la alarma se atenúa hasta volverse casi inaudible, de forma que no interfiera en nuestras vidas y no provoque malestar, pero sigue estando ahí, enterrado en lo más profundo de nuestra cabeza; un sonido sordo que no atiende a razones, pruebas o lógica alguna. Ahora duermo estupendamente, por si acaso lo dudas. Tras muchos años llevando un horario anómalo, hoy mi ritmo de sueño está regulado a la perfección. Los rituales, las pesadillas y los terrores nocturnos ya quedan muy atrás. Todo va bien, en definitiva. Pero, cada noche, cuando se apaga la luz al final del día, siento en el extremo de mi consciencia que los visitantes siguen ahí, observando. Siempre observando.

Entenderás, por tanto, que me haya visto reflejado en el tebeo del que quiero hablar hoy. El armario (The Closet en el original) es una historia escrita por James Tynion IV (Hay algo matando niños) y dibujada por Gavin Fullerton (Bog Bodies) que fue publicada por Image en tres números y que la editorial Moztros recopiló hace poco en un tomo único. Su protagonista es Thom, un hombre cuyo matrimonio se está desmoronando. Su única esperanza de reconstruirlo consiste en trasladar a toda su familia a una nueva ciudad en la que empezar de cero. Pero hay un problema: su hijo pequeño, Jamie, teme que la criatura que vive en el interior de su armario y que le aterroriza por las noches también se mude con ellos a la nueva casa.

El armario ofrece una historia engañosamente sencilla que funciona a varios niveles. Cuenta con un poco de terror psicológico, otro poco de drama familiar y una dosis considerable de angustia existencial. Por supuesto, también trata de jugar al despiste, mezclando lo verosímil con lo imposible para hacernos dudar de la existencia de la criatura que vive en el armario al que se referencia en el título. ¿En verdad que hay un monstruo o el ser ha sido creado por una imaginación infantil? Desde la perspectiva de Jamie, la criatura es muy real y su presencia le somete a un gran sufrimiento cada noche, pero para sus padres no es más que el producto de los miedos y ansiedades de un niño cuya familia no pasa por su mejor momento. De forma muy hábil, los autores conectan el origen de los episodios nocturnos del pequeño con el origen de la crisis de pareja de sus padres, de forma que la criatura y el armario en el que vive se convierten así en una clara metáfora de las cosas oscuras que los miembros de la familia se ocultan entre ellos. El monstruo también es una proyección de los temores del niño respecto a lo que va a suceder con sus padres: es el siniestro futuro que le espera a él y a sus progenitores; la carga que están destinados a arrastrar durante el resto de sus vidas.

Debo decir que El armario contiene algunas de las secuencias más terroríficas que he visto nunca en un cómic. Las apariciones de la criatura no sólo resultan inquietantes, sino que también plantean cuestiones que resultan incómodas, desagradables. El extraño visitante no habla ni ofrece pistas acerca de lo que pretende. Se limita a estar ahí, junto al pequeño Jamie, observando. Como mucho, se sube a la cama y se coloca sobre su pecho, oprimiéndolo en lo que parece una clara alusión a un episodio de parálisis del sueño. Ese momento en concreto me ha recordado a La pesadilla, también conocido como El súcubo, un cuadro del pintor suizo Johann Heinrich Füssli en el que aparece una mujer en la cama, con un visitante demoníaco sentado sobre su pecho. Esa imagen está muy asociada a la parálisis del sueño y creo que los autores la referencian de forma consciente. No obstante, su versión es incluso más terrible, ya que el extraño visitante nocturno llega a rodear el cuello de Jamie con las manos. No aprieta lo bastante como para cortarle la respiración, pero la sensación de amenaza que transmite es suficiente como para generar auténtico terror. ¿Por qué haría algo así la criatura? ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué consigue torturando así a un niño indefenso? En este caso, el hecho de no saber resulta más terrible que cualquier hipótesis que pueda elaborar el lector.

Sé de primera mano que hay pocas experiencias más angustiantes que un episodio de parálisis del sueño. Durante uno de estos episodios sientes la imperiosa necesidad de escapar, de levantarte de la cama y encender la luz, pero tu cuerpo no responde. Aunque estás consciente, tus extremidades no reaccionan, no puedes moverte y no puedes hablar. Es posible que quieras gritar, pero en ese momento eres incapaz de hacerlo. Eso genera una sensación de impotencia terrible, pero hay una explicación perfectamente racional para esa experiencia sin recurrir a presencias extrañas. Es tan sencillo como un desajuste entre los mecanismos que producen la relajación muscular durante el sueño y los mecanismos que mantienen el estado de alerta durante la vigilia. Digamos que te despiertas antes de que tu cuerpo haya abandonado el estado de relajación que alcanza durante el sueño, nada más.

Incluso esas percepciones extrañas que hacen que la persona crea sentir presencias junto a su cama tienen una explicación racional detrás. Leí en alguna parte que esas sensaciones se asocian a una actividad inusual en el lóbulo temporal del cerebro. Un exceso de actividad en esa zona, quizá debida a una microepilepsia, podría ser el motivo por el que algunas personas perciben junto a su cama a esos visitantes nocturnos. No estoy seguro de la fiabilidad de la fuente, así que tomemos esta información con una sana dosis de escepticismo, pero no es nada descabellado. Lo importante aquí es saber que tras esa experiencia tan específica hay un sustrato neurológico que se puede estudiar y comprender, al igual que ocurre con cualquier otra experiencia humana. La respuesta siempre está en el cerebro. El mundo no obedece a causas sobrenaturales o místicas, sino a causas materiales. Y la materia que te hace ser lo que eres y sentir lo que sientes está en tu cerebro. Dicho de otra forma: los monstruos no vienen de fuera, sino de dentro.

Desde esa perspectiva, resulta curioso comprobar que existe un cierto grado de universalidad en las experiencias de la gente. Los visitantes nocturnos suelen tener aspectos similares y comportarse de formas similares. Distintas personas pueden interpretar su aparición de formas diferentes, pasadas por el filtro de la cultura en la que han crecido y de sus propias vivencias pasadas, pero el núcleo de la experiencia sigue siendo el mismo. Ya sean demonios, espíritus o alienígenas, los visitantes hacen poco más que permanecer junto a la cama y observar. Y esto es así porque nuestros cerebros no son tan distintos.

El elemento diferenciador es la interpretación que hace la persona de la vivencia por la que ha pasado, pero para llegar a ella hay que tener un cierto marco cognitivo desarrollado. Un niño pequeño no es capaz de describir ni de explicar lo que ha sentido, así que la amenaza que percibe es mucho menos concreta que la de un adulto. Y por ello también más terrorífica, claro. Eso es algo que los autores de El armario han entendido muy bien. Cuanto más difusa, abstracta y ambigua resulte la presencia del visitante, más miedo genera. Cuanto más insondables resulten sus motivaciones, más horribles nos parecerán.

El desconocimiento es la piedra angular del buen terror psicológico. En el momento en el que empiezan a ofrecerse explicaciones, el miedo empieza a retirarse y a ceder espacio a la razón. Salvo que padezcas una fobia, saber que todo se explica por lo que ocurre en tu cerebro siempre ayuda. Pero en El armario no se nos ofrecen explicaciones, sino que más bien se sugieren conexiones. Puede que las experiencias del pequeño Jamie estén conectadas con lo que está sucediendo en su casa. Puede que las acciones de su padre sean la raíz última de lo que le ocurre por las noches. Puede… o puede que no. La historia acierta al no ofrecer certezas y dejar margen a las interpretaciones del lector. El miedo está en lo desconocido.

Es mucho lo que desconoce un niño y por eso las fuentes de sus miedos son más numerosas. En el caso del pequeño Jamie, veo claro un futuro repleto de ansiedad, problemas para dormir, tratamientos psicológicos y medicación. No obstante, las cosas no son tan distintas para los adultos. Puede que conozcan más y por ese motivo las fuentes de sus miedos sean más escasas, pero sigue habiendo grandes incógnitas en sus vidas… y de ellas también surgen inquietudes y miedos, qué duda cabe.

Es momento de hablar sobre el otro gran protagonista del cómic, Thom, el padre de Jamie. En cierto sentido él es el narrador de la historia, ya que descubrimos qué es lo que sucede en el seno de su familia a través de sus diálogos. Pronto se nos dice que el origen de su crisis familiar se encuentra en una infidelidad. Thom es un hombre insatisfecho con su vida que tuvo la oportunidad de acostarse con una mujer joven y guapa, viviendo así una de las grandes fantasías masculinas y escapando por una temporada del aburrimiento que le provocaba su vida cotidiana. Ahora tiene que afrontar las consecuencias de sus actos, que incluyen las constantes discusiones con su esposa y las ansiedades que está experimentando su hijo. El hombre ha tomado la decisión de hacer lo posible por “arreglar” su hogar y por eso hizo terapia de pareja y aceptó mudarse a una nueva ciudad en la otra punta del país en la que su mujer tendrá un mejor puesto de trabajo. Sin embargo, su nivel de compromiso es bastante... cuestionable. Más que experimentar culpa, lo que siente es añoranza por haber perdido un tiempo mejor. No tanto por la chica con la que se acostaba, que en verdad no es relevante para él, sino por sí mismo, por sentirse joven, por sentirse deseado, por sentirse pleno. Para Thom, la gran incertidumbre es el futuro. ¿Volverá a sentirse así alguna vez? ¿Estará cometiendo un error tratando de reconstruir un matrimonio en el que no podrá volver a ser feliz? ¿Estará destrozando la vida de su hijo en el proceso? El miedo de Jamie es la criatura que vive en su armario pero el miedo de Thom es el futuro en toda su horrenda amplitud.

Los autores no pretenden que el lector simpatice con Thom. Más bien al contrario, dado que él es el principal culpable de los acontecimientos. Pero sí resulta un personaje sólido, comprensible y realista en su patetismo. Para ser una historia de terror, hay muchas escenas en El armario que parecen sacadas de un drama. Thom se dedica a ir contando su historia por ahí, buscando en los desconocidos la aprobación que no ha sido capaz de encontrar en su mujer ni en sí mismo. Busca que alguien le apoye en su crisis de la mediana edad, aunque las respuestas que encuentra van de la indiferencia a los reproches. Quizá lo más realista que he visto en este tebeo es que Thom no se muestra realmente arrepentido de lo que hizo en ningún momento. Su mundo gira en torno a sí mismo, haciendo que ignore o reste importancia a cómo sus actos han afectado a las vidas de otros. Sobre todo a la vida de su hijo, que es muy consciente de que las cosas van mal en su familia pese a no disponer de las herramientas cognitivas para comprender los motivos.

Al final se crea un círculo vicioso en el que el malestar del padre aumenta el malestar del hijo y el malestar del hijo aumenta el malestar del padre; una dinámica nociva en la que el niño tiene mucho más que perder que su progenitor. Esta es otra de las características del buen terror psicológico: está entrelazado de una forma íntima con experiencias que nos resultan familiares y cercanas. Pocas cosas hay más cercanas que una familia disfuncional en los tiempos que corren.

Cuando algo no funciona en el seno de una familia, las secuelas que esto provoca se dejan sentir durante años y años. Igual que una fobia que nunca llega a desaparecer por completo, las heridas que provoca una familia rota nunca terminan de sanar. Los niños que han crecido en entornos tóxicos pueden crecer hasta convertirse en adultos plenamente funcionales y llevar vidas normales y corrientes, pero el daño que han recibido no desaparece. Aunque no se recuerde, sigue estando ahí. Como los visitantes nocturnos de mi habitación cuando se apagan las luces.

En mi opinión, James Tynion IV es un guionista que funciona mejor en pequeñas obras independientes que en grandes títulos de una gran editorial. Su etapa en Batman y la mayoría de sus trabajos para DC no me entusiasman, pero estoy disfrutando mucho de Hay algo matando niños. Otros trabajos suyos menos conocidos, como Eugenic, Cognetic y Memetic, también me han gustado mucho. El rasgo común a todos ellos es la presencia de un elemento de terror. Insisto en que El armario es, por encima de todo, una historia de terror. Diría que es una historia en la que el terror surge de la cotidiano, pero sigue siendo terror al fin y al cabo.

Tampoco se me escapan las implicaciones que están presentes en el título. Recordemos que el guionista es un conocido autor abiertamente bisexual (aunque, según he leído en su newsletter, hoy en día parece más cómodo definiéndose como gay) y que hablar de armarios tiene unas connotaciones particulares para las personas LGBT+. El armario no es una historia de temática LGBT+ per se, pero en ella se intuyen vivencias que suelen ser comunes en muchas personas LGBT+. No todos los hombres gays procedemos de familias disfuncionales ni mucho menos, pero me consta que muchos de nosotros tenemos relaciones difíciles con nuestras figuras paternas. Mentiría si dijese que mi propia fobia infantil a la oscuridad no estaba conectada con una relación complicada con mi padre, ausente durante la mayor parte de mis años infantiles. He conocido muchos casos similares en la comunidad gay; casos en los que las ansiedades de sentirse diferente y la angustia derivada de la incomprensión de los padres se manifestaban en todo tipo de problemas y trastornos psicológicos. Todos tenemos armarios en los que escondemos las peores experiencias que hemos tenido con nuestras familias, pero con frecuencia los armarios de las personas LGBT+ son más oscuros, tristes y solitarios. No me cabe duda de que eso es lo que nos impulsa a buscar con tanta intensidad la aceptación que no hemos encontrado en nuestras familias biológicas creando nuestras propias familias escogidas.

Por todo esto, se puede hablar de un cierto subtexto LGBT+ en este tebeo, algo que para mí lo hace aún más interesante. No es una historia LGBT+, que quede claro, pero la recomendaría muy especialmente a lectores LGBT+. Sé bien que el terror es muy popular entre nuestra comunidad.

El armario es una lectura breve y accesible, aunque no necesariamente ligera. Su historia está abierta a múltiples interpretaciones y puede dar pie a plantear debates muy interesantes. Creo que lo que plantea James Tynion IV en sus páginas es bastante más complejo de lo que parece y por eso hay que concederle su mérito. Por su parte, el dibujo de Gavin Fullerton, un autor del que no había visto gran cosa con anterioridad, resulta sobrio y contenido. Me ha llamado la atención la forma en la que plasma la tensión interna de los personajes en las escenas más distendidas, la mayoría de ellas simples diálogos en los que se pone en evidencia la incomodidad de los participantes gracias a su lenguaje corporal. Además, las escenas en las que aparece la criatura del armario resultan jodidamente aterradoras. En ellas se percibe un gran sentido del ritmo y una gran habilidad para elegir qué omitir, qué mostrar y cuándo mostrar lo que se quiere mostrar. A mí me han provocado auténticos escalofríos y no es fácil que un tebeo me genere una respuesta así.

En cuanto al color, la paleta de tonos apagados elegida por Gavin Fullerton (Ice Cream Man) me parece muy inteligente. De alguna forma, el color de las escenas iluminadas resulta más agresivo y antinatural que la oscuridad que domina los momentos en los que aparece la criatura, como si el mundo fuera la auténtica pesadilla de tonos chillones y la oscuridad la única certeza verdadera. Es esa misma luz la que aparece en las escenas del armario, interrumpiendo el sueño del pequeño Jamie y augurando la llegada de su temible visitante. De esta forma, las escenas ambientadas en la oscuridad se presentan pacíficas y tranquilas, como un bálsamo… o más bien como la calma que precede a la tempestad. Mientras tanto, la luz genera inquietud, en lo que supone una inesperada subversión de las expectativas.

Este es un buen tebeo, en resumen, uno hecho con destreza y tomando las mejores decisiones posibles. La noche que lo leí, como cada noche, me eché sobre la cama y apagué la luz. Entonces, como cada noche, percibí a los visitantes ocultos en la oscuridad de mi habitación. Estaban extrañamente inquietos, agitados. Algo parecía haberlos perturbado. Pero, como cada noche, se limitaron a permanecer ahí, observando. Me dormí pronto, dejando que rumiasen aquello que les había puesto tan nerviosos.

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