El mundo está construido por y para las personas heterosexuales, qué duda cabe. Las principales expresiones culturales a las que nos vemos expuestos desde nuestra más tierna infancia tienen un importante componente heterosexual. La idea misma de familia se basa en un sustrato claramente heterosexual. Todos nos hemos criado inmersos en las historias de princesas y príncipes Disney, con sus castos romances heterosexuales y su complaciente normatividad. Todos hemos visto las comedias románticas en las que el chico incompetente acaba enamorando a la chica reticente después de abrirle su corazón tras un acto exagerado, ostentoso y estúpido. Todos hemos sido testigos de las fantasías del hombre rico de buena voluntad que viene a sacar del arroyo a la pobre mujer que ha tenido mala suerte. Recuerdo al Richard Gere de Oficial y caballero, vestido con su impecable uniforme blanco de piloto, acudiendo a la fábrica a rescatar a su amada de su vida triste y rutinaria. Recuerdo al Richard Gere de Pretty Woman, llevando a una prostituta a disfrutar por primera vez en su vida de una ópera. Recuerdo a John Cusack sosteniendo en alto un radiocasete mientras se reproducía en bucle una misma canción, en una especie de declaración de amor. Recuerdo a un joven Leonardo Dicaprio, envuelto en una brillante armadura, recitando versos a su Julieta. A mí todos estos romances siempre me resultaron ajenos y extraños, por no decir directamente alienígenas. Como hombre homosexual, la desconexión entre el mundo en el que había crecido y mi mundo interior era gigantesca. Era como si en verdad hubiese llegado desde otro planeta.
Para complicar aún más las cosas, la realidad homosexual tardó mucho en empezar a permear las expresiones culturales y a convertirse en algo que pudiese mostrarse abiertamente en una película o una serie de televisión. Hasta entonces había estado oculto, apenas insinuado, y era algo propio del drama más descarnado. El personaje homosexual estaba condenado a una vida de tragedia y, con frecuencia, a una muerte despiadada; un claro castigo por intentar escapar de los rígidos grilletes de la heteronormatividad. Al contrario que los romances heterosexuales, las historias de amor homosexual siempre acababan… mal. Los ejemplos de romances gays estaban impregnados de lágrimas y sufrimiento. Pienso en Brokeback Mountain o en La Vida de Adéle. Pienso en Antes que anochezca o en Moonlight. ¿Dónde estaba el equivalente gay de todas aquellas historias de príncipes y princesas Disney? ¿Dónde estaba el equivalente gay de todas aquellas comedias románticas de finales azucarados? Antes no existían.
Pero ahora el mundo ha cambiado. Las nuevas generaciones son más abiertas en cuanto a su género y su sexualidad; quizá incluso más libres. Y la industria audiovisual ha visto la oportunidad de explotar a este público ansioso por historias en las que verse reflejado. Ahora, al fin, existen esas versiones gays de los romances entre príncipes y princesas. Ahora la comedia romántica ha dejado de ser un terreno exclusivo de los heterosexuales y tenemos comedias románticas gays. Y yo, ingenuamente, he pensado que podría disfrutar de una de ellas sin sentirme como un extraterrestre que se ve obligado a observar los rituales de cortejo de una especie desconocida. Me equivocaba.
Rojo, blanco y sangre azul es la película que adapta la novela del mismo título escrita por Casey McQuiston. Se trata de un libro de temática LGBT+ escrito por una persona que se define como queer y no binaria. Ganó cierta popularidad hace unos años, aunque no tanto entre los lectores LGBT+ como entre las jóvenes lectoras heterosexuales. Después de todo, era la historia de un romance juvenil entre dos chicos; algo que atrae a las adolescentes heterosexuales como las llamas atraen a las polillas. No he tenido ocasión de leer el libro, así que no puedo juzgarlo. No obstante, reconozco que esta especie de fetichismo que siente el público femenino heterosexual hacia los romances gays me genera cierta incomodidad. Ya me sucedía con el manga de género BL (Boy’s Love), que es eminentemente femenino y está construido desde una óptica femenina, y ahora también con estas producciones audiovisuales orientadas a un público claramente femenino y heterosexual. No sé si el libro se puede considerar igual, pero desde luego la película no me parece orientada a espectadores masculinos homosexuales. Es curioso, siendo como es la historia de la relación entre dos hombres, que la película se narre desde una mirada tan femenina. Esto no es algo necesariamente negativo, que conste, pero está claro que no contribuye a que me sienta conectado con la historia que pretenden contarme.
La película narra el romance entre Alex Claremont-Diaz, el hijo de ascendencia mexicana de la primera presidenta de Estados Unidos, y el Príncipe Henry, miembro de la realeza británica. Ambos empiezan llevándose muy mal y, tras un incidente con una tarta que sorprende a todo el mundo y se acaba convirtiendo en un escándalo diplomático, se ven obligados a pasar algún tiempo juntos mientras reconstruyen sus imágenes públicas. Entre ellos va surgiendo la chispa y, poco a poco, su enemistad va convirtiéndose en atracción. Finalmente llega el amor y, con él, el auténtico conflicto. ¿Acaso permitiría la corona que el Príncipe Henry saliese del armario abiertamente? ¿Afectará el estilo de vida de Alex a la posible reelección de su madre para un segundo mandato?
Nos encontramos ante el clásico tropo de los enemigos que acaban convertidos en amantes, aunque la película dedica menos tiempo del que me gustaría a esa primera parte en la que Alex y Henry parecen llevarse mal y no dejan de lanzarse pullas. Las escenas en las que intercambian mensajes y llamadas me parecen muy divertidas y muestran una buena química entre los dos actores principales. El estadounidense Taylor Zakhar Perez (Minx) interpreta al hijo de la presidenta, mientras que el británico Nicholas Galitzine (Cinderella) interpreta al príncipe. Ambos forman una buena pareja, tanto en lo puramente estético como en lo interpretativo. El aspecto racial del personaje de Alex contrasta con la innegable imagen británica de Henry, lo que en mi opinión aporta mucho color al romance. También es de agradecer que los personajes sean adultos y no adolescentes, lo que permite dejar un poco atrás los dramas de esa época y explorar otros terrenos en su relación. Entre ellos el terreno sexual, por supuesto. Hay escenas de cama entre los dos protagonistas, sí, pero pese a ello el tono se mantiene cercano al idealismo adolescente. Por mucho que los personajes sean adultos (los actores tienen 31 y 28 años respectivamente), es difícil quitarse de encima la sensación de que no hay mucha distancia entre esto y cualquier otro romance de instituto. Lo cierto es que, pese a la diferencia de edad, hay conversaciones mucho más maduras y profundas entre los personajes de Heartstopper que entre los de Rojo, blanco y sangre azul.
En resumidas cuentas, diría que el núcleo en sí de la película, es decir, el romance entre los dos chicos, funciona bien. Se basa en un tropo que poco o nada tiene que ver con la realidad (¿quién, en su sano juicio, se enamoraría de alguien a quien odia?), pero que se acepta sin problemas en la ficción. Los personajes resultan creíbles y hasta simpáticos. El personaje de Alex se cuestiona algunas cosas sobre su sexualidad antes de aceptar sin demasiados problemas que es bisexual, dejando el drama sobre la posible salida del armario al personaje del príncipe. Las escenas de sexo tienen buen gusto y van de lo gracioso a lo excesivamente azucarado, sin resultar nunca exageradas u ofensivas. El desarrollo de la relación entre Alex y Henry, así como el planteamiento de la crisis a la que se tienen que enfrentar hacia el final de la película, es aceptable. Todo esto funciona. Lo que falla… es todo lo demás.
Una cosa es abrazar cierta ingenuidad adolescente, pero otra muy distinta es creerse el delirante contexto en el que se desarrolla la historia de amor entre los dos chicos. Tenemos, por un lado, a una presidenta demócrata (interpretada por Uma Thurman, nada menos) casada con un inmigrante mexicano y con un hijo mestizo convertido en figura pública que, además de celebrar fiestas salvajes en la Casa Blanca, tiene un don para la política y ha ideado un plan para que los demócratas puedan ganar las elecciones en Texas. ¡En Texas, uno de los principales feudos republicanos! De alguna forma, todo lo relativo a Alex resulta mucho más increíble que el hecho de que acabe en la cama con un príncipe británico. Sin ser un experto en política norteamericana puedo decir que todo esto me parece auténtica política ficción, en especial lo relacionado con Texas y esa posible victoria demócrata de la que, por supuesto, dependerá la reelección de la presidenta. Creo que los demócratas no han ganado en Texas desde al menos la década de los setenta. Pensar que un chico que no desempeña ningún cargo público pueda cambiar esa situación en base a su amor por su estado y su capacidad para conectar con la gente es… bueno, es difícil de creer en un contexto real. Si además añadimos el hecho de que se trata de un chico de color y, además, bisexual, el resultado es un bonito cuento de hadas. Quizá sea porque tengo a Estados Unidos en general y a Texas en particular en muy baja estima, pero el idealismo barato que desprende este escenario me saca por completo de la película. Es una ficción preciosa, no lo dudo, pero está tan desconectada de la realidad que no hay por dónde cogerla.
El trasfondo del otro chico, el Príncipe Henry, tampoco me resulta mucho mejor construido. Por desgracia, se basa mucho en esa idea, tan presente en tantas otras películas sobre la realeza, de que un miembro de la corona se debe primero y ante todo a su país, viéndose obligado a dejar a un lado sus sentimientos personales. A mí esta me parece una concepción demasiado indulgente de una persona que ha nacido en un entorno de privilegio y exclusividad, que lleva un nivel de vida inconcebible para los que formamos parte de la plebe y que, ya sea en público o en privado, es muy posible que haya tenido ocasiones de sobra para saciar sus apetitos, sean los que sean. No me creo para nada que la corona sea una prisión y que el pobre príncipe sienta tantísima angustia por esa responsabilidad hacia su pueblo que le han inculcado desde pequeño. Las monarquías europeas nos han proporcionado suficientes ejemplos reales sobre qué es lo que se esconde detrás de todos esos abnegados reyes, príncipes y princesas, ¿verdad? Pero la película opta por mostrar al Príncipe Henry como un prisionero, como alguien aplastado por el peso de la responsabilidad e incapaz de enfrentarse con la corona, al menos no en solitario. De esta forma, la película consigue ofrecer una imagen positiva de la monarquía al mismo tiempo que defiende una política claramente izquierdista. En este mundo de completa y absoluta fantasía se puede ser monárquico y de izquierdas al mismo tiempo… ¡y no pasa nada! En este mundo de azúcar y piruletas se puede defender la existencia de una institución tan endogámica y retrógrada como la corona británica al mismo tiempo que se abraza la diversidad racial y se aboga por las personas de clase humilde. ¡Toma política ficción!
Entre las muchas circunstancias inverosímiles que muestra Rojo, blanco y sangre azul, creo que la más increíble de todas es que, finalmente, la corona cede, dejando atrás su apego a la tradición para abrazar el cambio que trae el romance entre Alex y Henry. El ficticio rey James III (interpretado por Stephen Fry, otro actor conocido que no sabes cómo ha llegado aquí), tras comportarse como cabe esperar de un monarca británico, acaba aceptando que el príncipe salga del armario en público. Es el propio pueblo inglés, de hecho, el que llega a manifestarse frente al Palacio de Buckingham en apoyo al romance gay de su príncipe. Y puede que tenga al pueblo del Reino Unido en la misma estima en la que tengo a los norteamericanos, pero no me puedo creer algo así. Precisamente el Reino Unido, que en los últimos años ha sufrido un fuerte retroceso en lo que respecta a los derechos LGBT+ y que se ha convertido en el principal baluarte del movimiento en contra de las personas trans, no me parece el escenario más creíble para un suceso así. Esto va más allá de lo inverosímil y lo delirante. Es algo más que política ficción. Es… una aspiración imposible, supongo. Un bonito sueño, pero nada más. Creo que en el mundo real todos tenemos claro que la corona británica preferiría quemar a su príncipe gay en la hoguera antes que apoyar su hipotética salida del armario.
En fin, soy consciente de que no se podía esperar mucho de esta película. Aunque haya venido acompañada de una fuerte promoción, en cierto sentido no deja de ser una película del montón perteneciente a un género “menor” como es la comedia romántica. Me alegra que exista una comedia romántica sobre una pareja gay, claro que sí, y celebro que vivamos en una época en la que por fin se considera normal que llegue un estreno de estas características, pero no he conseguido entrar en lo que propone la película. Sigo sintiendo la misma desconexión que sentía viendo todos esos romances heterosexuales, me sigue resultando todo igual de ajeno, igual de alienígena. Tanto tiempo deseando un romance que estuviese hecho “para mí”, uno que pudiese entender, y al final… ¿esto es todo? Una sobredosis de dulce hiperazucarado, idealismo barato e ingenuidad infantil. Una política ficción en la que los gays no sólo tienen el poder de cambiar el mundo sino que, de hecho, lo cambian para mejor usando sólo su amor. Una fantasía para chicas adolescentes heterosexuales. El público LGBT+ se merecía algo mejor, ¿no?
Me pregunto si las personas heterosexuales realmente son capaces de creer estos bonitos cuentos de hadas cuando los ven en la pantalla de cine. Cuando el Richard Gere de Oficial y caballero, vestido con su impecable uniforme blanco de piloto, entró en la fábrica para rescatar a su amada de su vida triste y rutinaria… ¿alguien creyó en serio que el amor era eso? Cuando el Richard Gere de Pretty Woman llevó a la prostituta a disfrutar por primera vez en su vida de una ópera… ¿alguien creyó en serio que el amor era eso? Cuando John Cusack sostuvo en alto el radiocasete mientras se reproducía en bucle aquella canción… ¿alguien creyó en serio que el amor era eso? Cuando el joven Leonardo Dicaprio recitó versos envuelto en su brillante armadura… ¿alguien creyó en serio que el amor era eso? Quizá nadie lo creyó en realidad. Quizá sea imposible creer algo así sin acompañarlo de una gran dosis de cinismo. Puede que todos esos romances y todas esas comedias románticas no fuesen más que una gran fachada y que, tras todos los clichés manidos, los estereotipos heteropatriarcales y los tropos habituales, no haya nada más que un gran vacío.
Creer lo que propone Rojo, blanco y sangre azul de forma sincera y libre de cinismo me parece una tarea complicada, desde luego. Diría que me resulta del todo imposible. Al contrario de lo que podía parecer a priori, esta historia no es para mí. Pese al buen hacer de los actores protagonistas y lo que parece un buen material de base, creo que la película está vacía por dentro. Esto está muy lejos de ese gran romance gay que esperaba, libre de dramas y tragedias, o de esa divertida comedia romántica protagonizada por dos hombres que siempre quise ver. A lo mejor es que sigo siendo un alienígena.
O quizá no. Quizá lo que me pasa es que, para conectar en serio con una historia, necesito situarla dentro de un marco mental que me resulte comprensible. De hecho, estoy convencido de que es imprescindible que una historia se posicione ideológica y políticamente para ser realmente trascendente. Esto es aún más cierto para cualquier historia LGBT+, qué duda cabe. Para una persona gay, el mero hecho de existir implica posicionarse políticamente y esa posición suele implicar cierta confrontación con el resto de la sociedad, en especial con los sectores más conservadores y opuestos a los derechos del colectivo. En otras palabras, no se puede abrazar el amor LGBT+ sin estar preparado para el conflicto, sin estar dispuesto a enfrentarse a la sociedad para defenderlo. Pero Rojo, blanco y sangre azul no se posiciona en absoluto, sino que se regodea en una ficción blandurria, imposible y del todo inalcanzable; una en la que el conflicto se soluciona por sí solo gracias al poder del amor, sin que nadie tenga que mancharse las manos en el enfrentamiento. Y eso es algo que no puedo concebir, ni siquiera en una fantasía ligera y despreocupada como esta. No ha sido el amor lo que nos ha dado nuestros derechos, sino los alzamientos y las protestas políticas. No será el amor lo que permita que, en un futuro más o menos lejano, las personas LGBT+ hayan alcanzado la normalización, sino la lucha y el conflicto. Por eso tienes que posicionarte.
Y que ninguna fantasía romántica hiperazucarada te haga pensar lo contrario.
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